martes, 12 de noviembre de 2013

La Reina Masai

Era alta, muy alta. Piel canela, espigada, de rasgos finos y andares de venada. Entró en territorio conocido y fue obsequiando una hermosa y franca sonrisa a todas aquellas personas que la observaban desde las mesas. 

Pudiera haber pasado por azafata, o incluso modelo de pasarela, pero vestía demasiado sencilla para estar en el aeropuerto, demasiado como en casa, sin una gota de maquillaje, sin una mota de base. Su ropa tenía el uso que dejan los desiertos anaranjados y el sol calinoso. Tomó primero una bandeja, y con la gracia de una diva, fue tomando con dos de sus largos y finos dedos, aquella galleta que quedó en esa mesa, aquellas servilletas que quedaron en la otra, unos restos de pollo empanizado a medio comer, el medio sandwich que abandonó alguien apurado por la salida de su avión. 
Con una rápida mirada de gacela, revisó el resto de las mesas sin encontrar lo que buscaba. Se dirigió al cesto metálico de la basura, e introdujo completo su largo brazo. Tras un rápido tanteo, sacó un refresco casi completo. Sonrió (esta vez de triunfo) al confirmar que era de un sabor adecuado a sus gustos, y con otra rápida mirada, ubicó y levantó un pitillo del suelo. 

Armada con su sonrisa Pepsodent, retó y venció todas las miradas curiosas en su recorrido. Comiendo su presa de pollo con dos deditos y el meñique erecto, avanzó por el pasillo entre las mesas del fondo.

Con su gracia y su bandeja, la Reina Masai desapareció poco a poco, entre la pompa lenta y silenciosa de las escaleras mecánicas.