sábado, 26 de noviembre de 2016

Un desierto de sabor

La madre mete una caja grande de color marrón-pardosa en el carrito de mercado. El niño pregunta qué es, y ella le contesta Zucaritas. El niño no le cree. Las Zucaritas son una caja azul vistosa, con un tigre anaranjado y detalles en amarillo y rojo. Revisa la caja sepia. Lee despacio en voz alta: Zu-ca-ri-tas.

La caja explica que es una versión ecológica. La madre explica que en el país no hay tinta de colores y es cartón reciclado.


El niño repasa la figura con el dedo, asegurándose que es el Tigre Tony. Tira la caja en el carrito con cara de asco.


Aún no sabe que tendrá que comerlas sin leche.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Sueño ótico, asiático y metafísico

Esta noche me acosté sintiendo molestia en un oído.

Me dormí y soñé que debía hacer una de esas largas colas de madrugada para resolver algún trámite burocrático, tan comunes en estos tiempos de revolución. Ocupé mi puesto en la fila y noté que cruzando la calle, había un pequeño parque con bancos donde me podía sentar. Marqué mi puesto con el acuerdo de los testigos presentes, y me senté en uno de los banquitos bajo un farol de luz amarillenta. Inmediatamente se sentó a mi lado una señora, una china muy anciana con un rostro dulce en el cual no cabía una sola arruga más. Empezamos a hablar de cualquier cosa, y al poco rato yo le comentaba acerca del dolor de mi oído. Me dijo que detrás de nosotros estaba el consultorio de un doctor chino, famoso entre la comunidad asiática de la ciudad, que ya estaba atendiendo pacientes a esa hora de la madrugada. Le dije que no tenía dinero y que no quería perder mi puesto en la cola. La anciana me miró con un poco de lástima y dijo:

- Deja que las cosas fluyan.

Tomándome del brazo, me llevó hasta un edifico cercano con una fachada ruinosa casi tan antigua como la ciudad. Me senté de último en una larga fila de personas, la mayoría chinos, todos sentados en un banco adosado al pasillo cuya madera había sido pulida por el roce de traseros en espera durante varios lustros.

La fila no avanzaba y empecé a mascullar leves maldiciones. Repentinamente, salió el doctor de una puerta lateral. Era un chino anciano, con una bata sobreviviente de un apocalipsis zombie, que debió ser blanca cuando el Mar Muerto aún estaba vivo. Revisó rápidamente el rostro de todos los presentes, y señalándome con el dedo me ordenó pasar a su consultorio. Llamar consultorio a aquel espacio saturado de olor a madera y formol era un ejercicio de franca imaginación. Había centenares de frascos conteniendo criaturas imposibles. Del techo colgaban helechos resecos antediluvianos y animales extraplanetarios disecados en poses y contorsiones espantosas, con fauces abiertas y atemorizantes.

El anciano sacó de un largo cajón un utensilio de metal con una esfera metálica en la punta, conectada por un cable a una caja de color caoba. Giró varias veces una manivela que estaba a un lado de la caja, y al acercarlo a mi oído, empezó a emitir pequeños arcos eléctricos idénticos a los de las películas de Frankenstein. Aquellos filamentos de electricidad entraban a mi oído haciendo un ruido ensordecedor y provocando cosquillas desagradables. Al terminar, con el oído ensordecido y aún vibrando, amargado y escéptico, le dije al anciano que dudaba que aquel tratamiento detestable aliviaría mi dolor de oído.

El doctor guardó la caja, me tomó del hombro con fuerza, y acercando su rostro me dijo:

- Estás agobiado y cansado por el gran peso de tus tribulaciones. Está bien reconocer y enfrentar tus problemas, pero hay cargas en la vida sobre las cuales jamás tendrás el control. Debes desecharlas. Deja que las cosas fluyan.

Hizo una pausa sin dejar de mirarme, y agregó en voz muy baja:

-Ni siquiera te has dado cuenta, pero ya no tienes dolor en tu oído...

Con la sensación de la mano del anciano sobre mi hombro, desperté en el silencio de la noche. El eco de su último susurro rebotaba en las huecas paredes de mi cráneo, aún saturado de tinieblas.

Y era cierto.


sábado, 25 de junio de 2016

Sábados Especiales

Hace muchos años mis padres se iban a la playa todos los sábados con mi hermana menor, y yo y mi hermano Pedro nos quedábamos en casa, durmiendo hasta muy tarde. Un día, tocaron el timbre el sábado muy temprano, antes de las 8 de la mañana. Mi hermano salió y se encontró en la reja de la entrada con una pareja de Testigos de Jehová. Les contestó con amabilidad que no estábamos interesados, y volvió a la cama. La escena se repitió durante varios sábados. Si no atendíamos, los Testigos eran capaces de quedarse pegados al timbre por un buen rato. Mi hermano salió varios sábados, rogándoles con paciencia que no molestaran, pero los Testigos no hacían caso. Se nos ocurrió quitarle la electricidad al timbre, pero los Testigos gritaron hasta que los atendimos. Se me ocurrió decirle a mi hermano que les dijera que éramos miembros de una secta satánica, para ahuyentarlos de una vez por todas. Así lo hizo, pero fue peor. Los testigos se horrorizaron y se prometieron salvar nuestras almas perdidas. Tocaban con insistencia el timbre y nos tiraban revistas de las que siempre llevan ellos. Un sábado, después de mentarles la madre, mi hermano entró al cuarto molesto y gritó que acabaría de una vez por todas con el problema. El siguiente sábado, después de sonar el timbre, mi hermano bajó muy tranquilo y empijamado. Caminó los veinte metros de la puerta interna hasta la reja externa, les abrió a los muchachos, los hizo pasar y cerró la reja. Yo observaba desde la ventana, y no podía creer que mi hermano cedería ante la presión de los Testigos. Mi hermano les señaló el murito interno de nuestro jardín, les pidió que se sentaran y que lo esperaran un momento. Eran un muchacho y una muchacha, pulcramente vestidos. Se veían alegres, imaginando que quizás muy pronto salvarían un alma. Mi hermano abrió la reja interna y salió tomando por el cuello a Gos, nuestro perro. Gritó "¡Al cuello!" señalando a los Testigos, y lo soltó. Gos era un mestizo mezcla de Pastor Alemán y cualquier otra cosa. Era como un perro mediano, pero fuerte y comprimido, repleto de músculos y de muy malas pulgas con las visitas. El grito de ataque lo enardecía porque significaba enemigo, y aquella bestia salió como un rayo mostrando los caninos, ladrando y botando baba. Aquellos jóvenes se incorporaron en un segundo, y en el otro habían saltado la tapia de dos metros que separaba nuestro jardín de la calle. Mientras corrían por la calle, mi hermano les hizo creer que le abría la reja al perro, y aquellos muchachos batieron el récord de los cien metros planos en bajada. Jamás volvieron por la casa, y tuvimos una larga secuencia de sábados tranquilos, interrumpidos únicamente por aquel sábado en que mi padre saliendo para la playa confundió el freno con el acelerador, y nuestro Fairlane 500 se llevó por los aires la reja de estacionamiento, cruzó la calle, destrozó el muro de los vecinos, tumbó un limonero, y terminó dentro de la sala de los Rojas, rodeado de vidrios rotos y los cadáveres de varios Lladrós y Capodimontes.

domingo, 5 de junio de 2016

Orgullo y tristeza

Uno escucha amigos y familiares como se van ajustando a las diferentes etapas de un país con escasez de comida. Al principio cuesta creerlos, hasta que poco a poco, vas acercándote a esas etapas que ya ellos pasaron. Lo peor es saber, por boca de ellos, que vienen momentos más duros. Confirmas entonces, que antes la harina llegaba a tu supermercado tres veces a la semana, y ahora llega una vez cada dos semanas.

Hay personas que ponen cara de asco y dicen que jamás se rebajarán a hacer una cola por comida "impuesta" por el gobierno. Otros ponen cara de asco diciendo que jamás se rebajarán a pagarle a un bachaquero diez veces el valor del producto. Al final te das cuenta que te ubicas en un grupo u otro, dependiendo de tu presupuesto, no de tus convicciones.

En un ejercicio preparatorio, hicimos inventario de la comida en la casa, y ordenamos los productos por fecha de vencimiento. Una vez terminada la lista y establecido un "probable" plan de racionamiento, me quedé pensando que por esto mismo pasaron mis abuelos, racionando los alimentos para sus familias en medio de la cruel Guerra Civil Española. Y entonces, te invade un profundo orgullo. Recuerdas la historia de cuando iban a los campos en las noches, y con permiso del agricultor, revisaban el campo en penumbras, como topos hambrientos, escarbando la tierra con los dedos buscando las papas que escaparon a las manos del sembrador.

Pero al mismo tiempo, te invade una gigantesca tristeza por la posibilidad de vivir algo cercano a aquella experiencia, en un país sin guerra, sintiéndote un ciudadano de segunda, en la misma tierra pródiga que parió los hombres y mujeres aguerridos que liberaron Sudamérica.

miércoles, 1 de junio de 2016

Arte Moderno

En el Museo de Arte Moderno Jesús Soto en Ciudad Bolívar, la gente recorre lentamente las diferentes salas. En una de ellas, todos se detienen a observar un objeto rectangular adosado a la pared, de paredes metálicas lisas, brillantes y pulidas. En la cara frontal, arriba, tiene una rejilla de líneas paralelas. Abajo, tiene otra rejilla más grande de líneas horizontales.
Los visitantes se detienen a observar el objeto. Miran sus catálogos pero allí no aparece la obra. Tampoco tiene un cartel de identificación. Lo observan con atención. Balancean sus cuerpos a un lado y otro para revelar la magia del cinetismo. Pero nada es perceptible. Entonces bajan y suben sus cuerpos, buscando el gesto lúdico que revele una sorpresa sensorial, pero el milagro no se hace presente.
Algunos cuchichean delante de la obra mientras la señalan. Otros sacan su celular y le toman fotos.
Uno de los guías permanece en una esquina y sonríe mientras observa al grupo que intenta descifrar la obra.
Por fin una señora se acerca al guía y le pregunta por esa curiosa obra del Maestro Soto, que no está en el catálogo y no tiene identificación.
El muchacho ahoga una risa corta y le contesta:
- Señora... es un deshumificador...

jueves, 26 de mayo de 2016

Nostalgia

Hoy recordé cuando en la Cuarta República era chamo y mi familia pasó mucho trabajo. Quebró la empresa de mi Papá por culpa del Viernes Negro, y nos cayó encima la hipoteca con la cual habíamos comprado la casa. Todos los gastos tuvieron que ser restringidos, entre ellos la comida.

Tuvimos que rebajar el desayuno a solo dos arepas con mantequilla nacional, y para rellenar solo teníamos disponible perico, jamón, queso o diablitos.

El almuerzo quedó restringido a pasta (larga, corta, plumitas, tornillitos, caracolitos) con carne molida, o arroz, huevo frito y caraotas, o un bistek con papas fritas, o un pollo al horno con papas. De cena pan canilla otra vez con jamón y queso, o hamburguesas o perros calientes con salsa de tomate, mayonesa y mostaza. Eso sí, sin papitas.

Tuvimos que abandonar la leche descremada, y empezamos a tomar leche completa, Toddy o Rikomalt, chicha, Tang o jugos de fruta.

Mi mamá nos rebajó el dinero diario para el colegio. De cinco Bs pasamos a solo dos Bs, y eso solo me alcanzaba para un Rikomalt, un pan de leche y un chocolate Cricri.

Fue una época que debió parecerme verdaderamente horrible, pero por alguna extraña razón, no recuerdo haber sufrido nada.

domingo, 27 de marzo de 2016

Dos Venezuelas

Voy con mi esposa a comprar cocada. Hay dos en La Guairita. Una cerca, otra lejos. Vamos a la cercana. Es tarde, y desde la acera de enfrente le pregunto al dueño si tiene cocada. El tipo me ve, pero se hace el loco y se sienta, ocultando el rostro tras el kiosko. Damos una vuelta y nos colocamos en su acera. Le vuelvo a preguntar, pero el tipo se sigue haciendo el loco sin asomar el rostro. 

Le vuelvo a preguntar más fuerte pensando que quizás no escucha, y sin moverse ni asomarse, me grita que si no me bajo del carro, no me va a contestar. Ante tal muestra de soberbia, nos dirigimos al otro kiosko. Llegamos y ya habían cerrado. El dueño me pregunta que deseo, y le digo que cocada. "Ya se la preparo". Volvió a abrir su kiosko, preparó las cocadas, y cuando voy a pagar, me entero que no hay punto de venta. No traigo efectivo. El señor me dice: "Tranquilo, me pagas cuando puedas".

No pude evitar pensar en dos Venezuelas, separadas apenas por unas cuadras. Una acomplejada, resabiada y mezquina, la otra buena, amable y pujante.
La primera es la actual, un accidente, un experimento perverso que nunca debió ocurrir.

Por suerte, en algunos rincones pervive la segunda, la que siempre conocí, donde me crié y crecí. La que amo.

viernes, 18 de marzo de 2016

El ladrón de Paguaras

A Rubén Penott
Encontré a Rubén buceando en el corral de las paguaras. A ratos asomaba el snorkel, a ratos se hundía en las aguas someras y cristalinas del corral, revolviendo la arena del fondo. Salió molesto y se sentó rezongando en el muelle anexo.
Rubén es uno de los técnicos más preparados y comprometidos que he conocido. No era común ver una sonrisa en su rostro adusto. De caminar rápido y nervioso, sobre el reposaba gran parte del funcionamiento de las magníficas instalaciones de Fundaciencia, que colindan directamente con las aguas tranquilas de la Bahía de Mochima.
-¿Qué pasa Rubén?
Con la careta sobre la frente, las manos presas entre sus rodillas y sin dejar de mirar al corral, contestó:
-Alguien se está robando las paguaras.
La paguara estaba siendo cultivada en cautiverio con éxito por la Fundación. Los alevines se criaban en tanques de diferentes tamaños, para luego pasar al corral de paguaras antes de su destino final, unos gigantescos y profundos corrales a mar abierto donde eran alimentadas desde la superficie. Es un pez hermoso, de nado rápido y elegante. Nadar entre ellas en el azul profundo de los grandes corrales mar afuera, era una experiencia mágica.
- ¿Crees que haya una rotura en el corral?
-Es lo que acabo de revisar — me dijo. ¿Tú podrías contarlas?
Entré al corral con la careta. Las paguaras nadaban apenas a metro y medio de agua, sobre un fondo de arena blanquísima y Thalassia.
Contarlas no era fácil, pero ayudaba su comportamiento gregario. La estrategia para contarlas consistía en construir una alcabala entre el cuerpo del buzo y las paredes del corral. Eso provocaba que las paguaras se aproximaran a las paredes y pasaran en fila india, la mayoría de las veces de una en una, otras de dos en dos.
Conté tres veces las paguaras. El número coincidía con el de Rubén.
-Falta una - me dijo. Y ayer desapareció otra, y anteayer otra. Todos los días desaparece una.
Revise el corral por un buen rato, buscando alguna fisura, un empate suelto en el nylon, un hueco debajo de las paredes de malla plástica. Nada. Aquel corral era a prueba de fugas.
- Mañana las contamos otra vez. Vas a ver que falta una - me dijo resignado.
Al día siguiente, llegando de mi jornada diaria, me estaba esperando Rubén en el muelle.
-Falta una.
Entré al corral y repetí la cuenta. Faltaba una paguara. Era ridículo pensar que en la noche alguien del pueblo se estaba llevando las paguaras de una en una.
Pensando un rato, se me ocurrió que el ladrón pudiera ser un pulpo.
- Quizás entra en las noches, se roba una paguara y sale otra vez.
A Rubén le pareció posible. Buscamos las caretas y chapaletas, y entre los dos revisamos toda la periferia del corral. No encontramos ningún pulpo.
Al día siguiente, faltaba otra paguara. Hicimos un doble control ese día y a las 4 de la tarde no faltaba ninguna. El ladrón de paguaras, sigiloso y eficiente, se las llevaba en algún momento entre el atardecer y el amanecer del día siguiente.
Llegamos a la conclusión de que un pulpo de buen tamaño había tomado el corral por despensa nocturna. Rubén se reuniría esa noche con unos pescadores, para buscar la forma de hacer una trampa que atrapara el pulpo sin afectar a las paguaras.
La tarde siguiente terminé temprano mi jornada. Después de recoger, lavar y ordenar mis equipos, me bañé y me senté un rato en el borde del agua, justo sobre el corral, contemplado el bello atardecer de la bahía.
Eran como las cinco y media de la tarde. Rubén iba y venía por el otro salón de cría, con mallas, palos, nylon y alambre, planeando el dispositivo para atrapar al ladrón. Empezó a dirigirse a paso rápido hacia el corral por la caminería externa, al borde del agua.
De pronto, detrás de él, se escuchó un fuerte y largo silbido. En solo pocos segundos, apareció la criatura dueña de aquel silbido. A toda velocidad, pasó a muy corta distancia de Rubén, adelantándolo rápidamente.
Entonces entendí todo.
Le grité a Rubén:
- ¡Rubén, allí! Pero Rubén venía concentrado, mascullando algo entre dientes.
Alineado con la caminería, el ladrón de paguaras se dirigía directo al corral. Años de práctica habían convertido su vista y puntería en armas infalibles, que ya habían determinado la suerte de su víctima.
Volví a gritarle - ¡Rubén! ¡El corral!
Rubén escuchó y dirigió la mirada al corral, en el momento justo en que aquella implacable máquina cazadora se zambullía en el corral y tomaba con firmeza su presa. Contra el cielo violáceo de aquel atardecer en Mochima, se recortó el perfil de un águila pescadora, llevando entre sus poderosas garras una paguara chorreando agua, aún temblorosa.
Rubén levantó el puño y empezó a lanzarle gritos con el ceceo y la jerga característica de los habitantes de nuestro oriente, abundante en palabras como maldita, pescuezo y mal parida.
Al ver a Rubén enrojecido como un tizón, gritando maldiciones pueriles, no pude evitar soltar la risa. Me miró indignado, pero yo, señalando al águila, no podía parar de reír. Finalmente, se sentó al lado y se unió a mis carcajadas.
-Mañana colocamos nylon de color sobre el corral - le dije.
Asintió sin decir palabra.
Nos quedamos en silencio, los pies guindando sobre el agua, contemplando la bahía de aguas inmóviles que él quería tanto, y que yo empezaba a querer.

miércoles, 6 de enero de 2016

El Ávila

En estos días de Enero, con poco tráfico, pocas nubes y un cielo de azul impecable, me voy al trabajo por la Cota Mil.
El Ávila es una ola gigante de optimismo bramando su energía, siempre a punto de bañar la monstruosa metrópoli a sus pies, que se antoja agresiva y vil.
Algunos insisten en llamar al Cerro El Ávila "Waraira Repano", un dudoso invento panfletario en honor a las "voces originarias", que alguien sacó del bolsillo sin mucha suerte. Pero en los ecos de mi infancia, es "El Ávila" la sonoridad que despierta vivas emociones. Cuando mis ojos recorren su perfil, siento lástima por todos aquellos Caraqueños que no lo perciben como un privilegio, y siento rabia por los que hoy permiten su grosera invasión.
Algunas tardes, aun sabiendo que hay más tráfico, regreso a mi casa bordeando El Ávila con el sol en la espalda. En una ciudad sin memoria donde ciudadanos indolentes parecen vivir de paso, El Ávila es un cuadro de hermosura inimitable, la tregua en un lienzo de esperanza, armonizando con los resquicios de una añorada ciudad en la que algunos hurgamos hambrientos de belleza.