martes, 10 de noviembre de 2015

Alien

Alien
La pareja camina por un pasillo muy iluminado dentro del hospital.
Son jóvenes, casi niños.
El carga a la niña que duerme sobre su hombro, y revisa a contraluz una radiografía.
-Parece un Alien - bromea. Y se la muestra a ella.
Ambos ríen.
Ellos regresan por el pasillo.
La niña aún duerme sobre el hombro del padre.
Ella llora desconsoladamente, balbuceando palabras ininteligibles.
El revisa con ojos de espanto la radiografía.
El diagnóstico: un Alien.
De la serie Leukemia.
Agosto 2000.

Un sueño perfecto

Hace muchos años asistí a una convención científica en la ciudad de Coro. Tuvimos problemas para encontrar alojamiento, pero en la Universidad un amable muchacho se ofreció a alojarnos en su casa. Era una gigantesca casa colonial, en una pequeña colina al lado de la carretera antes de llegar a Coro. En esa casa, había varios pasillos llenos de literas y chinchorros. Tres muchachas en la cocina preparaban durante todo el día comida para los jóvenes que allí nos quedamos durante una semana. Todos allí éramos invitados, y no se nos exigió pago alguno, a pesar de que ofrecimos aportar algún dinero. La madre del muchacho era el motor de aquella casa. Daba órdenes para que las camas y los baños estuvieran limpios, y para que hubiera siempre comida en los grandes mesones en un área al lado de la cocina. En la mañana, sin importar la hora, esperaban sobre la mesa arepas, cachapas, queso, frutas y jugos en abundancia. En la noche, encontrábamos arroz, pollo, carne mechada, caraotas, tajadas pan y papelón con limón. Un par de docenas de personas compartíamos aquella casa, sumida en una armonía impuesta por su dueña, profesora de la Universidad.
Culta y educada, aquella dama nos contaba en las noches historias amenas, que mostraban su vasta cultura y su inmenso amor por Venezuela. Una noche nos contó que todo el terreno de su casa escondía restos arqueológicos de los indios Caquetíos. Ante la insistencia de un pequeño grupo, nos llevó a un gigantesco depósito anexo, donde estaban ordenadas y clasificadas cientos de estatuillas y vasijas precolombinas, cada una con su etiqueta y su respectivo registro, guardadas cuidadosamente en cajas. A la luz de un bombillo amarillento, observamos también una docena de pipotes llenos de restos de vasijas y platos rotos. Eran tantos los artefactos encontrados durante las diferentes remodelaciones de la casa, que por falta de espacio la universidad le pidió que los mantuviera en su casa, hasta que algún día se contara con los recursos necesarios para estudiarlos y exponerlos.
Una tarde ayudaba a la dueña a sembrar un limonero en el patio posterior, y encontramos enterrada una vasija precolombina, partida en dos por el cuello. Le pregunté si podía quedármela y ante mi insistencia aceptó con la condición de que ninguna otra persona de la casa lo supiera. Registró mis datos en su fichero, y me hizo prometer que la cuidaría y la entregaría si algún día era requerida.
Mis recuerdos de esa semana son extrañamente parcelados. No hay una continuidad de recuerdos sino una isla inmensa y concisa rodeada de aguas difusas. No recuerdo absolutamente nada del Congreso, ni de la Universidad, ni de la Ciudad de Coro. No recuerdo si la casa estaba a cinco minutos o a media hora de la ciudad, y no recuerdo cómo hacíamos para llegar hasta ella o regresar a la casa. No recuerdo el nombre de la dueña de la casa, ni de su amable hijo. Y tampoco puedo recordar nada acerca del paisaje externo que rodeaba aquella casa, que vista tenía, si se veía el mar o los médanos o la ciudad. Pero puedo recordar nítidamente la sensación cálida de hogar que invadía aquella casa, el olor a maderas, terracota y sol de desierto, la paz serena en la luz de final de los pasillos, el cariño humano de esa buena gente. Esa casa era como un gigantesco instrumento musical de ladrillo y madera, que con armónica sincronía pulsaba la dueña de aquella casa.
Ese recuerdo es tan intenso y preciso, y al mismo tiempo tan aislado de sus memorias circundantes, que muchas veces dudo y pienso que todo aquello fue tan solo un raro sueño.
Entonces, sobre una repisa en mi estudio, contemplo la vasija indígena. La luz del techo resalta la severidad de su rostro adusto y sombrea sus ojos achinados, cerrados desde siempre en permanente meditación por más de 500 años. A través de sus párpados, me observa sin mirarme, cómplice silente de nuestro secreto.
Confirmo entonces, que todo aquello solo pudo haber sido un sueño perfecto.