jueves, 24 de agosto de 2017

Ineluctable

Tenía ojos lindos. Pero era una niña muy flaca, muy flaca. Nunca vi una niña tan flaca. Sufría del corazón. Decía que tenía el corazón débil. Siempre lo decía. No corría con nosotros, ni jugaba a las escondidas, ni saltaba la cuerda. No podía hacer ningún ejercicio. Solo leía libros. Siempre leía libros. 
Era muy seria, nunca reía y hablaba como una persona mayor. Como la gente de las novelas. Nunca la vi reír. 

Sus padres gastaron una fortuna en doctores y operaciones por todo el mundo. Así decía mi madre. Y era cierto, porque por el cuello de su franela asomaban varias cicatrices. 

Al poco tiempo de conocerla se puso muy enferma y vi de lejos como la llevaban en silla de ruedas. Me contaron que le pidió a sus padres que la subieran en la montaña rusa que habían instalado en la ciudad. Me dijeron que los padres no querían porque su corazón no aguantaría. Ella les contestó que estaba lista para morir. Eso dicen que dijo. Que ya no podía seguir con esa vida. Los padres accedieron y la dejaron subir en la montaña rusa. 

Dicen que cuando se detuvo el carrito, ella ya estaba muerta. 
Cuentan que tenía la cara vuelta hacia el cielo, los ojos muy abiertos, y una bella sonrisa.

Así me dijeron.

lunes, 14 de agosto de 2017

Esperanza

Esta noche soñé que era un consultor haciendo un trabajo temporal en Perú. Salí del edificio de oficinas con mucha hambre, y se me antojaron unas empanadas. Me dirigí raudo a un mercado cercano donde noté en la mañana varios chiringuitos que expendían fritangas diversas. En el camino me encontré a otro consultor ecuatoriano que conocí en Argentina. Vale decir que jamás he estado en Perú ni Argentina, pero "los sueños sueños son", y quiero ser fiel a lo que soñé.
No recordaba el nombre del consultor ecuatoriano, y el tampoco el mío. Nos actualizamos la información, nos pusimos al día con un resumen rápido de nuestras vidas, y resultó que él era un apasionado por la comida peruana, y alto conocedor de puestos de comida allí en Lima. Al saber que quería comer empanadas, me recomendó un sitio y me pidió que lo siguiera. 

Me llevó a un local en plena calle cuya especialidad eran empanadas de calamares. Al llegar, el consultor ecuatoriano me fue explicando cada una de las fases de la preparación de tan exquisito plato. Se usaban calamares muy pequeños, del largo de un dedo, a los cuales se les separaba las cabezas y tentáculos para freírlas aparte. Los calamares destazados se freían empanizados en conchas de cereal fragmentado, pues se deseaba una consistencia crujiente. El aceite contenía hierbas que le daban a la fritura un olor muy agradable. Luego, se rellenaban las empandadas con los cuerpos y cabezas de calamar rebozados, y se freían en aceite muy caliente para que todo el conjunto quedara extra crujiente.

Mis empanadas estaban listas. El dependiente me las entregó en una bolsita de papel junto con unas servilletas. Tenía la bolsa en la mano, empecé a abrirla, y toda la escena empezó a ponerse blanca. Todo se difuminaba rápidamente: me estaba despertando.

Desesperado, empecé a gritar en el sueño que no se acabara, que necesitaba probar esas empanadas. Pero la luz de la ventana entraba por mis párpados y arrebató para siempre mi experiencia culinaria.

Ya despierto, una parte de mi cerebro reconocía con desesperación que jamás probaría aquellas empanadas. Pero otra parte de mi cerebro gritaba, batallando con el enredo de jirones del sueño, que fuera a la cocina, que quizás allí sobre la mesa me estaba esperando una bolsa de papel manchada de aceite, con aquel tesoro dorado en su interior, aún caliente y humeante.