domingo, 27 de marzo de 2016

Dos Venezuelas

Voy con mi esposa a comprar cocada. Hay dos en La Guairita. Una cerca, otra lejos. Vamos a la cercana. Es tarde, y desde la acera de enfrente le pregunto al dueño si tiene cocada. El tipo me ve, pero se hace el loco y se sienta, ocultando el rostro tras el kiosko. Damos una vuelta y nos colocamos en su acera. Le vuelvo a preguntar, pero el tipo se sigue haciendo el loco sin asomar el rostro. 

Le vuelvo a preguntar más fuerte pensando que quizás no escucha, y sin moverse ni asomarse, me grita que si no me bajo del carro, no me va a contestar. Ante tal muestra de soberbia, nos dirigimos al otro kiosko. Llegamos y ya habían cerrado. El dueño me pregunta que deseo, y le digo que cocada. "Ya se la preparo". Volvió a abrir su kiosko, preparó las cocadas, y cuando voy a pagar, me entero que no hay punto de venta. No traigo efectivo. El señor me dice: "Tranquilo, me pagas cuando puedas".

No pude evitar pensar en dos Venezuelas, separadas apenas por unas cuadras. Una acomplejada, resabiada y mezquina, la otra buena, amable y pujante.
La primera es la actual, un accidente, un experimento perverso que nunca debió ocurrir.

Por suerte, en algunos rincones pervive la segunda, la que siempre conocí, donde me crié y crecí. La que amo.

viernes, 18 de marzo de 2016

El ladrón de Paguaras

A Rubén Penott
Encontré a Rubén buceando en el corral de las paguaras. A ratos asomaba el snorkel, a ratos se hundía en las aguas someras y cristalinas del corral, revolviendo la arena del fondo. Salió molesto y se sentó rezongando en el muelle anexo.
Rubén es uno de los técnicos más preparados y comprometidos que he conocido. No era común ver una sonrisa en su rostro adusto. De caminar rápido y nervioso, sobre el reposaba gran parte del funcionamiento de las magníficas instalaciones de Fundaciencia, que colindan directamente con las aguas tranquilas de la Bahía de Mochima.
-¿Qué pasa Rubén?
Con la careta sobre la frente, las manos presas entre sus rodillas y sin dejar de mirar al corral, contestó:
-Alguien se está robando las paguaras.
La paguara estaba siendo cultivada en cautiverio con éxito por la Fundación. Los alevines se criaban en tanques de diferentes tamaños, para luego pasar al corral de paguaras antes de su destino final, unos gigantescos y profundos corrales a mar abierto donde eran alimentadas desde la superficie. Es un pez hermoso, de nado rápido y elegante. Nadar entre ellas en el azul profundo de los grandes corrales mar afuera, era una experiencia mágica.
- ¿Crees que haya una rotura en el corral?
-Es lo que acabo de revisar — me dijo. ¿Tú podrías contarlas?
Entré al corral con la careta. Las paguaras nadaban apenas a metro y medio de agua, sobre un fondo de arena blanquísima y Thalassia.
Contarlas no era fácil, pero ayudaba su comportamiento gregario. La estrategia para contarlas consistía en construir una alcabala entre el cuerpo del buzo y las paredes del corral. Eso provocaba que las paguaras se aproximaran a las paredes y pasaran en fila india, la mayoría de las veces de una en una, otras de dos en dos.
Conté tres veces las paguaras. El número coincidía con el de Rubén.
-Falta una - me dijo. Y ayer desapareció otra, y anteayer otra. Todos los días desaparece una.
Revise el corral por un buen rato, buscando alguna fisura, un empate suelto en el nylon, un hueco debajo de las paredes de malla plástica. Nada. Aquel corral era a prueba de fugas.
- Mañana las contamos otra vez. Vas a ver que falta una - me dijo resignado.
Al día siguiente, llegando de mi jornada diaria, me estaba esperando Rubén en el muelle.
-Falta una.
Entré al corral y repetí la cuenta. Faltaba una paguara. Era ridículo pensar que en la noche alguien del pueblo se estaba llevando las paguaras de una en una.
Pensando un rato, se me ocurrió que el ladrón pudiera ser un pulpo.
- Quizás entra en las noches, se roba una paguara y sale otra vez.
A Rubén le pareció posible. Buscamos las caretas y chapaletas, y entre los dos revisamos toda la periferia del corral. No encontramos ningún pulpo.
Al día siguiente, faltaba otra paguara. Hicimos un doble control ese día y a las 4 de la tarde no faltaba ninguna. El ladrón de paguaras, sigiloso y eficiente, se las llevaba en algún momento entre el atardecer y el amanecer del día siguiente.
Llegamos a la conclusión de que un pulpo de buen tamaño había tomado el corral por despensa nocturna. Rubén se reuniría esa noche con unos pescadores, para buscar la forma de hacer una trampa que atrapara el pulpo sin afectar a las paguaras.
La tarde siguiente terminé temprano mi jornada. Después de recoger, lavar y ordenar mis equipos, me bañé y me senté un rato en el borde del agua, justo sobre el corral, contemplado el bello atardecer de la bahía.
Eran como las cinco y media de la tarde. Rubén iba y venía por el otro salón de cría, con mallas, palos, nylon y alambre, planeando el dispositivo para atrapar al ladrón. Empezó a dirigirse a paso rápido hacia el corral por la caminería externa, al borde del agua.
De pronto, detrás de él, se escuchó un fuerte y largo silbido. En solo pocos segundos, apareció la criatura dueña de aquel silbido. A toda velocidad, pasó a muy corta distancia de Rubén, adelantándolo rápidamente.
Entonces entendí todo.
Le grité a Rubén:
- ¡Rubén, allí! Pero Rubén venía concentrado, mascullando algo entre dientes.
Alineado con la caminería, el ladrón de paguaras se dirigía directo al corral. Años de práctica habían convertido su vista y puntería en armas infalibles, que ya habían determinado la suerte de su víctima.
Volví a gritarle - ¡Rubén! ¡El corral!
Rubén escuchó y dirigió la mirada al corral, en el momento justo en que aquella implacable máquina cazadora se zambullía en el corral y tomaba con firmeza su presa. Contra el cielo violáceo de aquel atardecer en Mochima, se recortó el perfil de un águila pescadora, llevando entre sus poderosas garras una paguara chorreando agua, aún temblorosa.
Rubén levantó el puño y empezó a lanzarle gritos con el ceceo y la jerga característica de los habitantes de nuestro oriente, abundante en palabras como maldita, pescuezo y mal parida.
Al ver a Rubén enrojecido como un tizón, gritando maldiciones pueriles, no pude evitar soltar la risa. Me miró indignado, pero yo, señalando al águila, no podía parar de reír. Finalmente, se sentó al lado y se unió a mis carcajadas.
-Mañana colocamos nylon de color sobre el corral - le dije.
Asintió sin decir palabra.
Nos quedamos en silencio, los pies guindando sobre el agua, contemplando la bahía de aguas inmóviles que él quería tanto, y que yo empezaba a querer.