viernes, 13 de febrero de 2015

Extrañando El Paraíso

Yo vivía en una esquina de la Avenida Principal de El Paraíso. Allí los conductores desprevenidos de una calle lenta y estrecha, se encontraban con una veloz avenida de tres canales. Los accidentes eran frecuentes y terribles, sobre todo en las noches. Vi muchos autos volteados, pasajeros gritando y violentas discusiones. Un par de vehículos se enterraron en nuestro parque infantil después de atravesar el muro del edificio en horas de la madrugada.

El ruido era permanente las veinticuatro horas del día. Empezaba antes del amanecer con la apertura de las santamarías de los negocios, algunas cuyos candados debían ser martillados para poder abrirse. Luego, los gritos de los buhoneros de fruta adelantaban el escenario sonoro del pelotón de la Guardia Nacional trotando y gritando consignas de guerra, para dar paso luego a los parlantes del Colegio Adventista, desparramando himnos y cantos a varias cuadras de distancia, como si el escándalo de los carajitos no fuera suficiente. Después de todo, Dios se manifestaba a sus profetas con estruendo.
El resto del día, ambulancias, sirenas, cornetazos, gritos y las peleas de los lavacarros. El deledeledele de los cuidadores de carros y las risas destempladas del zapatero y su cuerda de amigos alcoholizados, mucho más amigos de su botella.

Luego, temprano en la noche, los indigentes buscando la cena en la basura, para dar paso a los chiflidos de los rateros cantando la zona en la madrugada y finalmente los disparos y las ráfagas solitarias de metralleta desde la Cota 905.

Los fines de semana, comenzando el viernes, se instalaban los grupos ruidosos de tomadores de cerveza. Filas de carros, la maleta abierta, la cava abierta y la música a decibeles prohibidos.

La guinda sonora: la alarma antiaérea de la Guardia Nacional, que se prueba una vez a la semana (por aquello de la invasión del imperio), y que probablemente ponga los pelos de punta a más de un europeo que padeció la guerra.

Allí vivían personajes variopintos que durante más de 20 años matizaron mis calles: Julio que vendía quesos durante el día y droga en las noches, la flaca marimacha que distribuía "caramelos" de marihuana a los liceístas, Don José el mecánico gallego que parecía haber nacido adosado a su boina, Del Valle el Kioskero solidario como ninguno, El Gocho, el único lavacarro sobrio de la cuadra, y el Sr Giraud, recordando con nostalgia sus días juveniles en Río de Janeiro. Y el otro Julio, con su sonrisa de viejo resignado, levantando a sus dos chamitos a fuerza de cuidar carros, enmudecido por dos ACVs, siempre agradecido por los juguetes que mis hijos ya no querían. Y otro Julio más, el floristero pavosaurio, prendado de mi hija desde que de chiquita le compró un ramo de flores. Guardó ese billete de 20 Bs, y tal como prometió, se lo devolvió en sus 15 años, junto a un hermoso ramo de flores y un paseo en su Harley Davison.

Si tenías suerte, podías tropezarte con Carlos Sicilia, el humorista más amargado del mundo, y seguirlo un par de cuadras para verlo insultar a los infractores morales, y ofrecerle coñazos a un conductor que no esperó lo suficiente para que él cruzara. Si tenías mucha más suerte, te conseguías a Malula (la concejal de Radio Rochela), ya muy viejita. Al saludarla, te devolvía con cálida sonrisa el más genuino y cariñoso saludo que puedas encontrar sobre esta tierra.

Si eras amante de la arquitectónica inédita, tenías un abanico de sorpresas en cada rincón. Podías descubrir por vez primera, a través de una enredadera recién cortada, una auténtica casa colonial asfixiada por las sombras y el olor de los mangos podridos, o deleitarte con algún detalle no visto en la casa hecha toda de hierro, visitada por estudiantes de arquitectura de todo el mundo, o descubrir que el techo de el Convento de San José de Tarbes está hecho de vigas de madera, o adivinar en una pared una taquilla del antiguo hipódromo, o paladear la hermosa Villa Zoyla, plagada de militares, ignorantes de la joya histórica que machacan sus botas.

Ahora vivo en el Este, en una calle ciega con vigilancia privada, de edificios modernos idénticamente parcos, apartada de todo, sin negocios ni tránsito, incrustada entre un monte y un valle verdemente vegetal. Por estas veredas no camina la gente, pues hay que tomar el auto hasta para comprar el pan.

A veces, cuando mis pasos resuenan en las paredes de las calles vacías, y los árboles rasgan en jirones la niebla que amortigua el escándalo de las guacharacas, o cuando una dulce llovizna dibuja un arcoiris sobre el pequeño valle, o cuando en las tardes suaves y lentas de cielo azul intenso, las guacamayas tricolor quiebran el silencio asfixiante del monte verdidorado, yo confieso, extraño El Paraíso.