sábado, 12 de julio de 2014

La Dama de Blanco

Cuando el peñero nos dejó en el muelle de Dos Mosquises Sur bajo un sol vertical, no había una sola alma en aquella franja de arena blanquísima, marginada entre un mar de azul cristal, y una fila de casas y palmeras. Por puro instinto tomamos nuestros morrales y nos fuimos hacia las casas más bajas de la izquierda. En la cocina conocí por primera vez a José Ana, al Mocho (le faltaba un dedo de la mano), y a las arepas fritas con huequito en el medio.
Nos indicaron nuestras habitaciones, y el trabajo empezó de inmediato.
A los pocos días, el Mocho ya nos había bautizado como Angela Ñeca y Genaro Mono, en recuerdo de ciertos personajes de su Margarita natal. Mientras que El Mocho era dicharachero y gracioso, José Ana, técnico de amplia trayectoria en las ciencias marinas, era por el contrario seco, parco y estricto. Siempre tuve la sensación de que pensaba que nosotros habíamos ido a Dos Mosquises a pasarla bien, y por eso nos definió un apretado calendario de actividades donde no había lugar para el descanso. Lo que José Ana no sabía, era que Ángela Ñeca y Genaro Mono habíamos ido a la isla a vivir la experiencia de trabajar en una estación biológica marina , y estábamos más que dispuestos a enfrentar no solo los retos típicos de un biólogo en semi aislamiento, sino también aquellos que involucraban el mantenimiento de una infraestructura en medio del mar.
Uno de las tareas consistía en estudiar la alimentación del cangrejo Mithrax sobre el coral cacho de venado. Un día le hice notar a José Ana que parecía que el número de cangrejos estaba disminuyendo. No me creyó, y me pidió que los contara, tarea que me llevó varias horas. Los números no mentían: había menos cangrejos. Pero buscamos en el fondo de las bateas y en los filtros, y no encontramos los cangrejos perdidos, ni tampoco restos de sus cuerpos. José Ana concluyó que simplemente había contado mal, y no hizo más comentarios al respecto.
En las noches, había que alimentar a dos grupos de langostas con dos tipos de alimento diferentes: cuerpos de caracol que colectábamos del litoral rocoso, y sardina. Pero José Ana exigía que el alimento se le diera a las langostas a la una de la mañana. Nunca supe si el estudio realmente requería ese horario de alimentación o era otra forma de fastidiar la paciencia, pero en todo caso, me obligaba a mantenerme despierto hasta esa hora, para cumplir con el cometido. Ángela Ñeca (hoy Ángela Stormberg) al principio me acompañaba, pero después optamos por que solo yo fuera el sacrificado.
Una noche, José Ana me advirtió antes de irse a dormir:
-Ten cuidado con la mujer de blanco.
Ante mi mirada interrogante, me explicó que una dama vestida de blanco se paseaba por las noches en la sala de cría. Él mismo y algunos otros habían visto su celaje en la oscuridad, pero nunca nadie pudo detallarla por completo. Salvo una rara excepción paranormal que deberá ser contada en otra ocasión, nunca he creído en fantasmas, así que seguí acudiendo solo todas las madrugadas a la sala de cría, a alimentar a las langostas en completa oscuridad.
Una noche, estaba en el proceso de alimentar a las langostas, cuando escuché claramente unos pasos. Presté atención y levanté la mirada, y me pareció ver algo blanco moverse en la oscuridad entre los tanques de cría de las tortugas Carey. Guardé silencio, y volví a escuchar los pasos, cortos y delicados. Efectivamente, algo blanco se movía entre la fila de tanques del fondo. Muy despacio, empecé a acercarme hacia un lado del pasillo, pero los pasos se fueron hacia el otro. Regresé mis pasos hacia el otro lado del pasillo, y los pasos me evadieron otra vez, moviéndose en dirección contraria.
En un gesto que ahora quiero recordar como de sangre fría, me tiré al suelo y esperé a que aparecieran sus pies. Y allí estaba ella, caminando tras un tanque. Arrastrándome despacio como una iguana, me fui acercando hacia la viga que tenía el interruptor de la luz. Esperé que ella estuviera más cerca, me incorporé y encendí las luces.
Al otro lado del tanque, ella me miraba fijamente. Era espigada, hermosa y pálida, toda de blanco, y casi tan alta como yo. Unas líneas de delineador oscuro a lo Cleopatra, hacían más hermosos su ojos claros. No había espanto en su mirada, más bien reto. Estuvimos varios segundos mirándonos. Una cría de Carey en el tanque entre nosotros, dio un aletazo impertinente, molesta por la luz repentina, pero ni un pestañeo acudió a nuestros miradas. Parecía una tensa escena de duelo de vaqueros en un Espagueti Western. Entonces traté de averiguar cuanto dejaría acercarme. Lentamente, avancé por el pasillo para abordar el suyo, pero ella se movía manteniendo la fila de tanques entre nosotros. Traté de rodearla por el otro lado, con igual resultado. Ella finalmente caminó hasta al borde trasero de la sala. Parada entre el piso de cemento y las verdolagas, miró hacia el oleaje y los manglares de barlovento. Volteó para darme una última mirada altiva, un "volveré" no dicho pero sobreentendido, y saltó hacia el cielo oscuro de Los Roques, preñado de millones de estrellas.
A la mañana siguiente, en el desayuno, le dije a José Ana:
-Debes llamar por radio a Caracas y suspender el proyecto de los Mithrax. Ya se quien se está comiendo los cangrejos.
-¿Cómo que se los están comiendo? ¿Quién?
- Anoche vi a la Dama de Blanco.
José Ana soltó su arepa.
-¿Como es, cuéntame... que pasó? - me preguntó con ojos saltones y migas en su boca.
Lo miré sosteniendo mi arepa frita ensartada por el huequito como un trofeo:
-Es una garza blanca. La más grande que he visto en mi vida.
José Ana soltó una maldición, y esa misma mañana, Caracas ordenó suspender el proyecto y devolver al mar con extremo cuidado los corales y los cangrejos.
Cualquiera pensaría que eliminada una de las actividades, lograríamos tener un poco más de tiempo libre. Pero José Ana invento rápidamente una actividad para rellenar el espacio ocioso: pintar de verde una de las casas.
Una persona normal se hartaría pronto de pintar una casa de a poquito, todas las tardes antes del sol poniente. Pero cuando el sol de la tarde cae lentamente sobre tu espalda bronceada y sudorosa, y mientras pintas, bromeas, ríes y charlas hasta el cansancio con Ángela Ñeca, y tienes una piscina de mar de envidia a cinco metros, y te das un chapuzón y sigues pintando hasta un final de atardecer apoteósico con todos los amarillos, naranjas, lilas y rojos de un abanico Pantone, entiendes entonces que eres un verdadero biólogo marino trabajando en su oficina. Y de algún modo, sientes que realmente estás viviendo.
Doy gracias a José Ana, al Mocho, a Ángela Ñeca, a la bella Dama de Blanco y a todo el personal y los miembros de la Fundación Científica Los Roques, que permitieron, facilitaron y enriquecieron mi estancia en Dos Mosquises Sur. Mi eterno agradecimiento por hacerme descubrir que sí quería ser biólogo marino.
Tiempo después, trabajaría durante muchos años en otra isla más pequeña y vulnerable, rodeada de océano, tiburones y huracanes, repleta de gaviotas y tortugas verdes, que con un diáfano corte dividió mi vida en un antes, y un después.