sábado, 25 de junio de 2016

Sábados Especiales

Hace muchos años mis padres se iban a la playa todos los sábados con mi hermana menor, y yo y mi hermano Pedro nos quedábamos en casa, durmiendo hasta muy tarde. Un día, tocaron el timbre el sábado muy temprano, antes de las 8 de la mañana. Mi hermano salió y se encontró en la reja de la entrada con una pareja de Testigos de Jehová. Les contestó con amabilidad que no estábamos interesados, y volvió a la cama. La escena se repitió durante varios sábados. Si no atendíamos, los Testigos eran capaces de quedarse pegados al timbre por un buen rato. Mi hermano salió varios sábados, rogándoles con paciencia que no molestaran, pero los Testigos no hacían caso. Se nos ocurrió quitarle la electricidad al timbre, pero los Testigos gritaron hasta que los atendimos. Se me ocurrió decirle a mi hermano que les dijera que éramos miembros de una secta satánica, para ahuyentarlos de una vez por todas. Así lo hizo, pero fue peor. Los testigos se horrorizaron y se prometieron salvar nuestras almas perdidas. Tocaban con insistencia el timbre y nos tiraban revistas de las que siempre llevan ellos. Un sábado, después de mentarles la madre, mi hermano entró al cuarto molesto y gritó que acabaría de una vez por todas con el problema. El siguiente sábado, después de sonar el timbre, mi hermano bajó muy tranquilo y empijamado. Caminó los veinte metros de la puerta interna hasta la reja externa, les abrió a los muchachos, los hizo pasar y cerró la reja. Yo observaba desde la ventana, y no podía creer que mi hermano cedería ante la presión de los Testigos. Mi hermano les señaló el murito interno de nuestro jardín, les pidió que se sentaran y que lo esperaran un momento. Eran un muchacho y una muchacha, pulcramente vestidos. Se veían alegres, imaginando que quizás muy pronto salvarían un alma. Mi hermano abrió la reja interna y salió tomando por el cuello a Gos, nuestro perro. Gritó "¡Al cuello!" señalando a los Testigos, y lo soltó. Gos era un mestizo mezcla de Pastor Alemán y cualquier otra cosa. Era como un perro mediano, pero fuerte y comprimido, repleto de músculos y de muy malas pulgas con las visitas. El grito de ataque lo enardecía porque significaba enemigo, y aquella bestia salió como un rayo mostrando los caninos, ladrando y botando baba. Aquellos jóvenes se incorporaron en un segundo, y en el otro habían saltado la tapia de dos metros que separaba nuestro jardín de la calle. Mientras corrían por la calle, mi hermano les hizo creer que le abría la reja al perro, y aquellos muchachos batieron el récord de los cien metros planos en bajada. Jamás volvieron por la casa, y tuvimos una larga secuencia de sábados tranquilos, interrumpidos únicamente por aquel sábado en que mi padre saliendo para la playa confundió el freno con el acelerador, y nuestro Fairlane 500 se llevó por los aires la reja de estacionamiento, cruzó la calle, destrozó el muro de los vecinos, tumbó un limonero, y terminó dentro de la sala de los Rojas, rodeado de vidrios rotos y los cadáveres de varios Lladrós y Capodimontes.

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