sábado, 2 de noviembre de 2019

Voz Universal

El hall del hotel era oscuro pero cómodo y espacioso. Los recién llegados se acomodaban siguiendo el arcano impulso tribal de agruparse por idioma nativo. Los latinos éramos la cohorte más grande y bulliciosa, y el inglés servía de hilo comunicacional entre los grupos.

Todos los presentes pasaríamos varias semanas estudiando en la Universidad de Gainesville (Florida), y el director del laboratorio intentaba forzar nuestra integración multicultural para hacernos más llevadero el curso. Bajo su guía, estaríamos reunidos un grupo internacional conformado por especialistas de Estados Unidos, México, Costa Rica, Venezuela, Brasil, Australia, Malasia, Sri Lanka e India.

En un momento dado, la combinación aleatoria de pausas de cada grupo hizo sincronía y se hizo un silencio denso y prolongado que pareció posarse cómodamente sobre el ébano pulido del piano de cola ubicado en el centro del salón.

Tratando de salvar lo que le pareció un naufragio, el director preguntó con sorna quién podría tocar algo en el piano. La tímida integrante de Malasia levantó la mano, y animada por el director, se sentó en la banqueta que no se atrevió a crujir.

La expectativa acerca de que pieza tocaría sustituyó al silencio por unos pocos segundos. Apenas sonaron las primeras notas, una a una se fueron uniendo todas las voces, confirmando una vez más la existencia de un lenguaje universal que hermana a los homínidos de nuestra especie.

Cautivados por el hechizo embrujador de Bésame mucho, aquel coro multinacional borraba, acento sobre acento, la frontera imaginaria de nuestras inútiles banderas.

jueves, 24 de agosto de 2017

Ineluctable

Tenía ojos lindos. Pero era una niña muy flaca, muy flaca. Nunca vi una niña tan flaca. Sufría del corazón. Decía que tenía el corazón débil. Siempre lo decía. No corría con nosotros, ni jugaba a las escondidas, ni saltaba la cuerda. No podía hacer ningún ejercicio. Solo leía libros. Siempre leía libros. 
Era muy seria, nunca reía y hablaba como una persona mayor. Como la gente de las novelas. Nunca la vi reír. 

Sus padres gastaron una fortuna en doctores y operaciones por todo el mundo. Así decía mi madre. Y era cierto, porque por el cuello de su franela asomaban varias cicatrices. 

Al poco tiempo de conocerla se puso muy enferma y vi de lejos como la llevaban en silla de ruedas. Me contaron que le pidió a sus padres que la subieran en la montaña rusa que habían instalado en la ciudad. Me dijeron que los padres no querían porque su corazón no aguantaría. Ella les contestó que estaba lista para morir. Eso dicen que dijo. Que ya no podía seguir con esa vida. Los padres accedieron y la dejaron subir en la montaña rusa. 

Dicen que cuando se detuvo el carrito, ella ya estaba muerta. 
Cuentan que tenía la cara vuelta hacia el cielo, los ojos muy abiertos, y una bella sonrisa.

Así me dijeron.

lunes, 14 de agosto de 2017

Esperanza

Esta noche soñé que era un consultor haciendo un trabajo temporal en Perú. Salí del edificio de oficinas con mucha hambre, y se me antojaron unas empanadas. Me dirigí raudo a un mercado cercano donde noté en la mañana varios chiringuitos que expendían fritangas diversas. En el camino me encontré a otro consultor ecuatoriano que conocí en Argentina. Vale decir que jamás he estado en Perú ni Argentina, pero "los sueños sueños son", y quiero ser fiel a lo que soñé.
No recordaba el nombre del consultor ecuatoriano, y el tampoco el mío. Nos actualizamos la información, nos pusimos al día con un resumen rápido de nuestras vidas, y resultó que él era un apasionado por la comida peruana, y alto conocedor de puestos de comida allí en Lima. Al saber que quería comer empanadas, me recomendó un sitio y me pidió que lo siguiera. 

Me llevó a un local en plena calle cuya especialidad eran empanadas de calamares. Al llegar, el consultor ecuatoriano me fue explicando cada una de las fases de la preparación de tan exquisito plato. Se usaban calamares muy pequeños, del largo de un dedo, a los cuales se les separaba las cabezas y tentáculos para freírlas aparte. Los calamares destazados se freían empanizados en conchas de cereal fragmentado, pues se deseaba una consistencia crujiente. El aceite contenía hierbas que le daban a la fritura un olor muy agradable. Luego, se rellenaban las empandadas con los cuerpos y cabezas de calamar rebozados, y se freían en aceite muy caliente para que todo el conjunto quedara extra crujiente.

Mis empanadas estaban listas. El dependiente me las entregó en una bolsita de papel junto con unas servilletas. Tenía la bolsa en la mano, empecé a abrirla, y toda la escena empezó a ponerse blanca. Todo se difuminaba rápidamente: me estaba despertando.

Desesperado, empecé a gritar en el sueño que no se acabara, que necesitaba probar esas empanadas. Pero la luz de la ventana entraba por mis párpados y arrebató para siempre mi experiencia culinaria.

Ya despierto, una parte de mi cerebro reconocía con desesperación que jamás probaría aquellas empanadas. Pero otra parte de mi cerebro gritaba, batallando con el enredo de jirones del sueño, que fuera a la cocina, que quizás allí sobre la mesa me estaba esperando una bolsa de papel manchada de aceite, con aquel tesoro dorado en su interior, aún caliente y humeante.

lunes, 5 de junio de 2017

Gracias a la Reina

Hace muchos años me quedé sin gasolina manejando por la Autopista Francisco Fajardo, justo frente a la estatua de María Lionza. Aunque muchos conductores lo desconozcan, entre la estatua y la UCV hay un espacio para aparcar. Al apagarse mi vehículo, fui derivando hacia la derecha atravesando lentamente los canales de la autopista, solitaria a esa hora de la madrugada. A pesar de circular por allí casi a diario jamás había notado ese espacio. El empuje del vehículo me dió justo para estacionarme en el largo canal disponible, y noté en la oscuridad un vehículo estacionado adelante del mío.
Cuando estás sin gasolina a las dos de la mañana en una ciudad donde el crimen es un rasgo característico (hablamos de los años 80 y ya Caracas era peligrosa), cualquier posibilidad de ayuda es bienvenida.
Me dirigí al vehículo frente al mío, un Ford Maverick de color indescifrable en aquella oscuridad, digno sobreviviente de un apocalipsis nuclear. Los vidrios estaban subidos del lado del conductor, pero pude notar que había alguien adentro.
Al bajar el vidrio, un espeso y húmedo vaho de marihuana y transpiración humana escapó por la ventana, y entonces pude ver en la penumbra a un hombre de unos 70 años, de tez morena muy arrugada, con una gran cabellera rizada que culminaba en una melena larga y plateada, que le bajaba hasta la mitad de la espalda.
Me saludó con tranquilidad y yo le expuse mi problema. Mientras hablaba con él, noté que sus ojos eran muy claros y que sufría de una especie de estrabismo selectivo. A veces su mirada la dominaba el ojo izquierdo, a veces el derecho. Para hacer la conversación aún más incómoda, noté que acurrucada sobre sus piernas estaba una mascota de pelaje oscuro que oscilaba lentamente una parte no identificable de su cuerpo. Mientras luchaba por identificar el ojo líder sobre el cual concentrar mi mirada, intentaba al mismo tiempo descifrar si aquel borroso animal sobre sus piernas era un cánido, un felino, un lagomorfo o un gremlin.
El no respondió de inmediato. Hechó su cabeza hacia atrás, se llevó un pito a los labios y dió una larga bocanada. Con los ojos cerrados soltó suavemente un hilo de humo por su nariz.
De pronto se levantó la mascota de sus piernas. Aquel animal entre las sombras resultó ser una hermosa joven de piel muy blanca, vestida de negro, con un hermoso cabello azabache, lacio, largo y brillante.
Pedí disculpas muy turbado, pues pocas faltas son más graves que la interrupción de una felatio, incluso cuando ha sido sin intención.
El hombre se incorporó un poco, y me dijo que esperara en mi vehículo. Subió el vidrio nuevamente, y esperé cerca de una media hora. La noche caraqueña tiene siempre esa temperatura perfecta para estar en franela, así que me tumbé en el capot de mi auto a esperar la ayuda, sin ninguna intención de interrumpir nuevamente a tan dispareja pareja.
Por fin salió el hombre. Flaco y fibroso, se acercó muy despacio. Su ojo izquierdo me preguntó si tenía todo lo necesario. Yo había tenido tiempo suficiente para preparar una manguera y un recipiente, así que nos dirigimos a su vehículo.
-Dejame a mí - me dijo su ojo derecho, quitándome la manguera. Introdujo la misma en su vehículo, aspiró con maestría, sacó la gasolina y llenó el recipiente. Luego repitió la operación a la inversa con mi vehículo. Di un par de choleadas al acelerador, y el Ford Fairlane 500 de mi padre encendió a la primera.
Le di las gracias, y le ofrecí unos billetes. Negó el ofrecimiento con un gesto de la mano y por varios segundos sus ojos se pelearon el dominio de la mirada.
- No me des las gracias a mi. Dale las gracias a la Reina- y señaló la estatua de María Lionza.
Asentí, y salí de aquel lugar a buscar una bomba de gasolina.
Fue quizás esa primera aproximación a la Diosa y sus seguidores, la que años más tarde me blindó contra muchos de los injustos prejuicios que se escuchan en nuestros días sobre la santería.
Allí sigue la estatua, o mejor dicho, una réplica idéntica de la original. Le tomé una foto que publicaron en un periódico, y así le rendí un pequeño pero agradecido homenaje a esa Diosa de caderas anchas y nalgas voluptuosas, que durante años ha distraído la mirada cansada de los que padecemos a diario el pesado tráfico caraqueño.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Un desierto de sabor

La madre mete una caja grande de color marrón-pardosa en el carrito de mercado. El niño pregunta qué es, y ella le contesta Zucaritas. El niño no le cree. Las Zucaritas son una caja azul vistosa, con un tigre anaranjado y detalles en amarillo y rojo. Revisa la caja sepia. Lee despacio en voz alta: Zu-ca-ri-tas.

La caja explica que es una versión ecológica. La madre explica que en el país no hay tinta de colores y es cartón reciclado.


El niño repasa la figura con el dedo, asegurándose que es el Tigre Tony. Tira la caja en el carrito con cara de asco.


Aún no sabe que tendrá que comerlas sin leche.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Sueño ótico, asiático y metafísico

Esta noche me acosté sintiendo molestia en un oído.

Me dormí y soñé que debía hacer una de esas largas colas de madrugada para resolver algún trámite burocrático, tan comunes en estos tiempos de revolución. Ocupé mi puesto en la fila y noté que cruzando la calle, había un pequeño parque con bancos donde me podía sentar. Marqué mi puesto con el acuerdo de los testigos presentes, y me senté en uno de los banquitos bajo un farol de luz amarillenta. Inmediatamente se sentó a mi lado una señora, una china muy anciana con un rostro dulce en el cual no cabía una sola arruga más. Empezamos a hablar de cualquier cosa, y al poco rato yo le comentaba acerca del dolor de mi oído. Me dijo que detrás de nosotros estaba el consultorio de un doctor chino, famoso entre la comunidad asiática de la ciudad, que ya estaba atendiendo pacientes a esa hora de la madrugada. Le dije que no tenía dinero y que no quería perder mi puesto en la cola. La anciana me miró con un poco de lástima y dijo:

- Deja que las cosas fluyan.

Tomándome del brazo, me llevó hasta un edifico cercano con una fachada ruinosa casi tan antigua como la ciudad. Me senté de último en una larga fila de personas, la mayoría chinos, todos sentados en un banco adosado al pasillo cuya madera había sido pulida por el roce de traseros en espera durante varios lustros.

La fila no avanzaba y empecé a mascullar leves maldiciones. Repentinamente, salió el doctor de una puerta lateral. Era un chino anciano, con una bata sobreviviente de un apocalipsis zombie, que debió ser blanca cuando el Mar Muerto aún estaba vivo. Revisó rápidamente el rostro de todos los presentes, y señalándome con el dedo me ordenó pasar a su consultorio. Llamar consultorio a aquel espacio saturado de olor a madera y formol era un ejercicio de franca imaginación. Había centenares de frascos conteniendo criaturas imposibles. Del techo colgaban helechos resecos antediluvianos y animales extraplanetarios disecados en poses y contorsiones espantosas, con fauces abiertas y atemorizantes.

El anciano sacó de un largo cajón un utensilio de metal con una esfera metálica en la punta, conectada por un cable a una caja de color caoba. Giró varias veces una manivela que estaba a un lado de la caja, y al acercarlo a mi oído, empezó a emitir pequeños arcos eléctricos idénticos a los de las películas de Frankenstein. Aquellos filamentos de electricidad entraban a mi oído haciendo un ruido ensordecedor y provocando cosquillas desagradables. Al terminar, con el oído ensordecido y aún vibrando, amargado y escéptico, le dije al anciano que dudaba que aquel tratamiento detestable aliviaría mi dolor de oído.

El doctor guardó la caja, me tomó del hombro con fuerza, y acercando su rostro me dijo:

- Estás agobiado y cansado por el gran peso de tus tribulaciones. Está bien reconocer y enfrentar tus problemas, pero hay cargas en la vida sobre las cuales jamás tendrás el control. Debes desecharlas. Deja que las cosas fluyan.

Hizo una pausa sin dejar de mirarme, y agregó en voz muy baja:

-Ni siquiera te has dado cuenta, pero ya no tienes dolor en tu oído...

Con la sensación de la mano del anciano sobre mi hombro, desperté en el silencio de la noche. El eco de su último susurro rebotaba en las huecas paredes de mi cráneo, aún saturado de tinieblas.

Y era cierto.


sábado, 25 de junio de 2016

Sábados Especiales

Hace muchos años mis padres se iban a la playa todos los sábados con mi hermana menor, y yo y mi hermano Pedro nos quedábamos en casa, durmiendo hasta muy tarde. Un día, tocaron el timbre el sábado muy temprano, antes de las 8 de la mañana. Mi hermano salió y se encontró en la reja de la entrada con una pareja de Testigos de Jehová. Les contestó con amabilidad que no estábamos interesados, y volvió a la cama. La escena se repitió durante varios sábados. Si no atendíamos, los Testigos eran capaces de quedarse pegados al timbre por un buen rato. Mi hermano salió varios sábados, rogándoles con paciencia que no molestaran, pero los Testigos no hacían caso. Se nos ocurrió quitarle la electricidad al timbre, pero los Testigos gritaron hasta que los atendimos. Se me ocurrió decirle a mi hermano que les dijera que éramos miembros de una secta satánica, para ahuyentarlos de una vez por todas. Así lo hizo, pero fue peor. Los testigos se horrorizaron y se prometieron salvar nuestras almas perdidas. Tocaban con insistencia el timbre y nos tiraban revistas de las que siempre llevan ellos. Un sábado, después de mentarles la madre, mi hermano entró al cuarto molesto y gritó que acabaría de una vez por todas con el problema. El siguiente sábado, después de sonar el timbre, mi hermano bajó muy tranquilo y empijamado. Caminó los veinte metros de la puerta interna hasta la reja externa, les abrió a los muchachos, los hizo pasar y cerró la reja. Yo observaba desde la ventana, y no podía creer que mi hermano cedería ante la presión de los Testigos. Mi hermano les señaló el murito interno de nuestro jardín, les pidió que se sentaran y que lo esperaran un momento. Eran un muchacho y una muchacha, pulcramente vestidos. Se veían alegres, imaginando que quizás muy pronto salvarían un alma. Mi hermano abrió la reja interna y salió tomando por el cuello a Gos, nuestro perro. Gritó "¡Al cuello!" señalando a los Testigos, y lo soltó. Gos era un mestizo mezcla de Pastor Alemán y cualquier otra cosa. Era como un perro mediano, pero fuerte y comprimido, repleto de músculos y de muy malas pulgas con las visitas. El grito de ataque lo enardecía porque significaba enemigo, y aquella bestia salió como un rayo mostrando los caninos, ladrando y botando baba. Aquellos jóvenes se incorporaron en un segundo, y en el otro habían saltado la tapia de dos metros que separaba nuestro jardín de la calle. Mientras corrían por la calle, mi hermano les hizo creer que le abría la reja al perro, y aquellos muchachos batieron el récord de los cien metros planos en bajada. Jamás volvieron por la casa, y tuvimos una larga secuencia de sábados tranquilos, interrumpidos únicamente por aquel sábado en que mi padre saliendo para la playa confundió el freno con el acelerador, y nuestro Fairlane 500 se llevó por los aires la reja de estacionamiento, cruzó la calle, destrozó el muro de los vecinos, tumbó un limonero, y terminó dentro de la sala de los Rojas, rodeado de vidrios rotos y los cadáveres de varios Lladrós y Capodimontes.